viernes, 21 de junio de 2013

Otro Déjà vu

Sigo con las "crónicas" pendientes sobre Alemania. Hace un año, para esta fecha, tenía una dos semanas de haber regresado de aquel viaje. A esta altura de juego no serán crónicas, sino recuerdos cronológicos...con las salvedades que suponen los recuerdos.

Y esto viene porque....me encontré con algo que escribí la última semana de mi estancia por Berlín y que publicaron en la página del Instituto Goethe, quien auspicia el programa de intercambio cultural con periodistas de América Latina.

Berlín, un viaje de curiosidad y respuestas
Argénida Romero/Periódico Diario Libre, República Dominicana.
Hay dos cosas que acompañan a un viajero o viajera: curiosidad y motivación. Si no las tiene, el viaje –por más interesante que resulte el lugar- queda en una estampa para guardar en una gaveta. En este caso, el mío, se dan las dos condiciones quizás por ley de oficio. El periodista siempre mira a su alrededor con curiosidad, y una curiosidad motivada por preguntas, la vía predilecta para entender y luego traducir a los demás sus viajes, no solo a lugares exteriores, sino a lo humano-interior que esos lugares guardan.
Berlín siempre se me presentó como una geografía llena de preguntas, tal y como lo son muchos otros lugares que no conozco. La diferencia entre Berlín y esos otros lugares es que he tenido la oportunidad de cargar con mi equipaje y buscar las respuestas en la Alemania de mi curiosidad. Un viaje de 20 días es las que no solo encontré respuestas, sino que reformulé preguntas.
¿Qué puedo traducir para el que lee estos párrafos sobre mi viaje? Berlín es una ciudad llena de cicatrices, que quizás se juzgan desde la lejanía con imprecisiones comprensibles, pero que se hacen humanamente legibles cuando caminas por sus calles y conoces a sus habitantes. Entonces se entiende que sus reformas sociales y políticas no solo fueron leyes, que el nacionalsocialismo no solo fue Hitler, y que su muro no fue solo concreto.
Se tiene el color, se pueden medir las dimensiones físicas de lo humano, en especial en sus memoriales al pasado que le ha dado identidad, forma y memoria. A una cultura que no solo se encuentra en Bach o Franz, en las filarmónicas y en la opera, o en sus museos, sino también en sus grafitis, en los músicos que tocan en las esquinas, en el metro, en las calles, en la forma en que las personas conversan y caminan, en los diferentes rostros que ves y que te hablan de su multifacética herencia y futuro.
¿Veinte días son suficientes para Berlín? Y la respuesta sería que quizás no son justos para empacar tanto, ni para Berlín ni para ninguno de los lugares que aun no conozco. Pero si sé que fueron suficientes para poder llevar en mi equipaje un cuadro en que más que respuestas me regaló un rompecabezas hecho mundo.
Pueden verlo publicado aquí en el Instituto Goethe

Las fotos que acompañaron el texto y que no se ven en tamaño grande en la publicación.









domingo, 16 de junio de 2013

Día noventa y siete. Franco: café, cigarrillos y libros

-¿Así que no crees que tengamos alma? Legs se echó a reír y respondió. -Sí, probablemente la tenemos, pero ¿por qué ha de significar esto que vayamos a durar siempre? ¿No crees que una llama es suficientemente real mientras arde...incluso aunque llegué un momento en que se apaga?" Último párrafo de la novela Puro Fuego, de Joyce Carol Oates.

La memoria falla siempre. La memoria es caprichosa. Es un barco a la deriva. Las cosas que la pueblan, sus anclas.

Mi memoria guarda cosas de mi experiencia como asistente del historiador Franklin Franco Pichardo. Para él trabajé durante nueve meses en el 2005. Digitalizaba sus notas, escritas a mano con pluma. Es la única persona que he conocido que usara pluma.

Trabajaba en su biblioteca. En esa época no tenía idea de quien era el señor Franco como referente social. Sólo que era historiador, que era catedrático en la universidad en la que casi me graduaba como periodista. Entraba temprano a su biblioteca, y mientras leía los periódicos, fumaba y bebía café. Hablaba en tono bajo, a veces casi imperceptible para una joven acostumbrada al estruendo de las calles de mi barrio.

Recuerdo las paredes forradas, literalmente, en libros. La mesa de madera, larga y de patas fuertes, llena de más libros. Libros. Leí a Gala por primera vez en esa biblioteca.

Hablé con él de ciertos temas. No recuerdo ninguna frase suya. Estaba más interesada en terminar mi tesis, en leer a Gala.

Me regaló un libro: "Negros, mulatos y la nación dominicana".

Recuerdo el olor a café y a cigarrillo. Las hojas con su letra azul, escritas con su pluma.

Lo volví a ver con frecuencia cuando empecé a ejercer como periodista. Recuerdo haberlo saludado en la ponencia de Carlos Fuentes; saliendo de La Cafetera, en la calle El Conde; en la librería La Trinitaria, en la librería Cuesta. Siempre me respondía el saludo, siempre recordó quien era, siempre me preguntaba como me iba.

Conversé con él la última vez el 30 de mayo pasado. Caminaba con bastón y le acompañaba su hijo. Coincidimos en el acto de recordación a los ajusticiadores de Trujillo. Lo vi por última vez, horas antes de su muerte, en el acto de conmemoración a los expedicionarios del 14 de junio. Lo vi conversar, pero no me acerqué a saludarlo.

Leo las notas sobre su muerte. El mensaje del presidente dando el pésame a su familia. Leo la lista de sus libros, de sus aportes, de su juicio preclaro en las entrevistas, en sus artículos.

Recuerdo su biblioteca, el café, el cigarrillo y su silenciosa manera de estar entre ellos.

Las letras azules en las páginas que me entregaba. Las letras que fueron en ese entonces y antes y después, su pasaje al presente, aunque ya no esté.

Muerte de Franklin Franco enluta el mundo académico y político nacional