domingo, 16 de junio de 2013

Día noventa y siete. Franco: café, cigarrillos y libros

-¿Así que no crees que tengamos alma? Legs se echó a reír y respondió. -Sí, probablemente la tenemos, pero ¿por qué ha de significar esto que vayamos a durar siempre? ¿No crees que una llama es suficientemente real mientras arde...incluso aunque llegué un momento en que se apaga?" Último párrafo de la novela Puro Fuego, de Joyce Carol Oates.

La memoria falla siempre. La memoria es caprichosa. Es un barco a la deriva. Las cosas que la pueblan, sus anclas.

Mi memoria guarda cosas de mi experiencia como asistente del historiador Franklin Franco Pichardo. Para él trabajé durante nueve meses en el 2005. Digitalizaba sus notas, escritas a mano con pluma. Es la única persona que he conocido que usara pluma.

Trabajaba en su biblioteca. En esa época no tenía idea de quien era el señor Franco como referente social. Sólo que era historiador, que era catedrático en la universidad en la que casi me graduaba como periodista. Entraba temprano a su biblioteca, y mientras leía los periódicos, fumaba y bebía café. Hablaba en tono bajo, a veces casi imperceptible para una joven acostumbrada al estruendo de las calles de mi barrio.

Recuerdo las paredes forradas, literalmente, en libros. La mesa de madera, larga y de patas fuertes, llena de más libros. Libros. Leí a Gala por primera vez en esa biblioteca.

Hablé con él de ciertos temas. No recuerdo ninguna frase suya. Estaba más interesada en terminar mi tesis, en leer a Gala.

Me regaló un libro: "Negros, mulatos y la nación dominicana".

Recuerdo el olor a café y a cigarrillo. Las hojas con su letra azul, escritas con su pluma.

Lo volví a ver con frecuencia cuando empecé a ejercer como periodista. Recuerdo haberlo saludado en la ponencia de Carlos Fuentes; saliendo de La Cafetera, en la calle El Conde; en la librería La Trinitaria, en la librería Cuesta. Siempre me respondía el saludo, siempre recordó quien era, siempre me preguntaba como me iba.

Conversé con él la última vez el 30 de mayo pasado. Caminaba con bastón y le acompañaba su hijo. Coincidimos en el acto de recordación a los ajusticiadores de Trujillo. Lo vi por última vez, horas antes de su muerte, en el acto de conmemoración a los expedicionarios del 14 de junio. Lo vi conversar, pero no me acerqué a saludarlo.

Leo las notas sobre su muerte. El mensaje del presidente dando el pésame a su familia. Leo la lista de sus libros, de sus aportes, de su juicio preclaro en las entrevistas, en sus artículos.

Recuerdo su biblioteca, el café, el cigarrillo y su silenciosa manera de estar entre ellos.

Las letras azules en las páginas que me entregaba. Las letras que fueron en ese entonces y antes y después, su pasaje al presente, aunque ya no esté.

Muerte de Franklin Franco enluta el mundo académico y político nacional







2 comentarios:

Víctor Manuel Ramos dijo...

Me parece una excelente semblanza desde el punto de vista personal, porque no somos solamente el curriculum vitae. Lo que se recuerda, y hasta lo que no se recuerda, importa en el relato de una vida. Yo no conocía su obra, pero como ya hemos comentado en otras conversaciones, hasta por estas latitudes ha llegado la noticia de su muerte y el recuento de su legado. A veces eso también sucede, que la obra cobra vida cuando el autor se va.

Argénida Romero dijo...

Recordar es vivir, dicen. Yo diría que recordar es regalar eternidad.

De él solo leí ese libro que me regaló, no he vuelto a sus libros, todos de historia y sociología. Sí leía su columna, que la publicaban en el Listín Diario.

Supongo que ahora sus libros tendrá mayor relevancia, más importancia, y espero que así sea, que sean referencia obligada y necesaria.