sábado, 19 de mayo de 2012

Berlín, con amor (2)




Primera vista


Ta’Cabrón es el nombre del restaurante mexicano donde comí hasta el momento los mejores tacos de mi vida, y donde pude hablar español por primera vez desde mi llegada. Mis anfitrionas, Christine y Anita me llevaron a almorzar allí el domingo. La temperatura, a las cuatro de la tarde, era de diez grados.

Con mis anfitrionas, a quienes entiendo muy bien el inglés, he inventado un léxico entre mi inglés tartamudeado y simple con señas. Ellas me entienden, creo. Aunque me dieron como regalo un diccionario de español-alemán. Ellas tienen el suyo. Ambas son amigas, mujeres maduras, que decidieron no tener hijos. Profesionales y muy cálidas en el trato. Con ellas he conversado sobre política, modos de vida, curiosidades y visiones de aquí y allá, con diccionarios en mano.

Antes y después del almuerzo recorrimos la zona cercana a su hogar. Además de los grafitis en todas partes hay otra cosa que distingue a los berlineses: las bicicletas. Anita me comentó que el costo de combustible para mantener un auto es caro (casi dos euros un litro). Así que la bicicleta se ha convertido en un medio de transporte muy usado, y eso sumado a un transporte público que es bastante ordenado, muchas personas deciden no tener vehículos.

En mi recorrido con Christine y Anita vi parques donde jugaban niños, los edificios nuevos y antiguos, un bar que estaba cerrado, restaurantes chinos, turcos, españoles, italianos; un señor desaliñado enrollando algo que parecía un cigarrillo de marihuana…además de un interesante medio de transporte que tiene a Anita fascinada: carros pequeños, ecológicos, de dos asientos, que están estacionados en varios lugares y que puedes usar comprando una tarjeta que acciona las puertas. La llave está puesta para encenderlo.

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Dormí a recortes de momentos, luego de dos horas tratando de convencer a mi reloj biológico que debía renunciar, por su bien, al horario dominicano. Me levante a las siete de la mañana, más por las expectativas del día que por el deseo de salir de la cama. Temperatura: siete grados.

Christine me acompaña a la estación Kottbusser Tor (horas después me enteró que “tor” significa puerta y que las estaciones con ese nombre indican donde había una acceso de entrada y salida cuando Berlín estaba amurallada durante la edad media). Ella carga su bicicleta. ¿Bicicletas en el metro? Pues sí. Paso mi boleto, ella pasa el suyo y el de su bicicleta. Las tres abordamos el tren que llegó a los exactos ocho minutos que indicaba una pantalla que llegaría. Además de bicicletas, los berlineses comen y leen en el metro.

Nos desmontamos cinco estaciones después, en la Weinmeisterstr. Frente está el edificio donde está el Instituto Goethe. Christine me acompaña. Soy la primera en llegar. Luego llegan dos chilenos, un argentino, un peruano, una nicaragüense, una costarricense, un venezolano, un uruguayo, un ecuatoriano y yo. Todos periodistas. Los coordinadores del seminario hablan español.

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Después de las bienvenidas y presentaciones formales, Helga, Boris y Lena nos hablan sobre Berlín. Su herramienta: mapas. Vemos a Berlín cuando era un pantano, en la edad media rodeada de muros y con “tors” para entrar y salir, cuando se convirtió en capital, antes de Hilter, durante Hilter, después de la guerra, la dividida entre aliados y rusos, cuando se levantó el muro, la reunificada. Crece y se hiere.

Los mapas marcan sus cicatrices.

Las preguntas vienen y van. La correcta pronunciación en alemán es casi imposible para mí.

Fuimos a almorzar a un restaurante español. Se llama Átame. Y sí, es por Almodovar. Su dueño no es español, pero se casó con una española. Ahora están divorciados.

En el almuerzo hablamos de nuestros países. Las cicatrices se nos hacen más comunes de lo que pensaba.
Luego, el paseo. Una zona comercial que anteriormente era un barrio de Berlín del Este. La “Sojo” de Berlín, nos dice Boris. El barrio judío y lugares donde el arte es razón y motivo.

Contrario a lo que pensé, en Berlín las cicatrices del nacionalsocialismo están visibles, reconocibles. La placa junto a la sinagoga que recuerda al jefe de la policía alemana que la salvó del fuego en 1938; las “piedras para tropezar”, pequeñas placas colocadas en las calzadas frente a edificios en donde vivieron judíos exterminados; un monumento de esculturas de mujeres con expresiones tristes y reclamantes frente a lo que fue un cementerio judío y un espacio en que hubo un edificio donde fueron llevados, en 1943, cientos de hombres judíos que lograron hasta ese momento no ser llevados a campos de exterminio, y de donde fueron sacados ante el reclamo de sus esposas, muchas de ellas no judías.

Nos muestran un edificio que era la sede del sindicato de trabajadores de Berlín del Este. Escenario de algunos de los discursos de Rosa Luxemburgo. Ahora es lugar de residencia y espacio para el teatro. Fuimos a una antigua edificación convertida en centro de arte, salas de exposiciones y talleres para artistas, recuperado por una pareja de esposos que se hicieron ricos vendiendo camisetas.

Un salón de baile, ubicado en un edificio que se conserva en casi las mismas condiciones en que estuvo durante el régimen socialista de Alemania del Este, tiene una historia de Cenicientas y Príncipes. Boris nos cuenta que durante la división alemana, extranjeros del lado occidental de Berlín llegaban a este salón de baile (ellos podían transitar hacia ese lado, contrario a los que vivían en el este), solicitando una visa de un día. Vencía a la medianoche. Encantadas las chicas socialistas de los extranjeros del occidente, y viceversa, los chicos cruzaban del otro lado antes de la medianoche. Y esperaban varios minutos hasta obtener nuevamente la visa y entrar. Su pase mágico de cuentos de hadas.

Entre explicaciones me olvido de anotar nombres. Solo observó, escucho y tomo fotos. Los detalles, atropellados y apresurados se me escapan. Edificios tras edificios, separados por patios interiores, algo tan propio de Berlín como sus grafitis y sus bicicletas, pero por una razón de uso de los espacios. Los patios son espacios para el arte plástico, las galerías, las exposiciones, los cafés, los bares. Un color difícil de olvidar.

Tras casi tres horas de recorrido nos despedimos. Pero un grupo de ocho nos devolvimos para disfrutar de una comida callejera: salchichas de cerdo con curry y papas fritas.

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