miércoles, 17 de junio de 2015

Migrante: la casualidad de nacer en un lugar, la decisión de irse, el dilema de ser

Un migrante haitiano reclama falta de atención a pocas horas de vencerse
 el plazo de inscripción en el Plan de Regularización. Foto Argénida Romero

He estado pensando en estos días el tema de la migración.

Es probable que la sienta diferente a muchos. No tengo sentimientos nacionalistas de ningún tipo. No hay terreno en mí para eso. No lo puedo tener. Mi origen me lo niega, y lo agradezco.

Mi madre es dominicana. Mi padre colombiano. Nací en Venezuela. Mi madre emigró, como muchos dominicanos, en la década de 1970. Mi padre hizo lo mismo, no se en que año, como muchos colombianos. Ambos buscaban, ambos huían, ambos querían, supongo, algo mejor para ellos. Soy fruto de esas esperanzas y de esos miedos.

Un día llegué aquí, siendo una niña. A un país que no sentía mío. Y luché con todas mis fuerzas para mantener el recuerdo vivo de mi casa, mi amigos, mi escuela. Era una niña de 9 años que no entendía el desarraigo, que no entendía cómo de un día para otro todo su mundo dejaba de existir por decisión de los adultos. Los niños, les aseguro, no entienden frases como "es para tu bien", "allá estarás mejor".

Los que me conocieron antes del 2006 saben que Venezuela y mis recuerdos eran un tema habitual en mis conversaciones. Hasta que pude regresar y despedir esos fantasmas. Me ubiqué aquí, en mi presente, y entendí que era de donde estoy y que eso era suficiente, y liberador.

Edito las internacionales del periódico donde laboro. Estoy al tanto de lo que pasa en Europa, de los continuos flujos migratorios en América Latina, de las discusiones al respecto, de muchas de las situaciones políticas y sociales que generan esas migraciones. También de los humanos que podemos ser ante esta realidad de siempre, y con humanos abordo no solo la solidaridad, sino lo contrario a ella, el desprecio por nuestros iguales.

Entiendo el derecho de cada nación en emitir sus reglas sobre este tema. He vivido regida por ellas desde antes de nacer. Pero también he visto y palpado los trasfondos de estos procesos, la corrupción (cuando con 18 años hice el proceso de residencia, en 1999, recibí ofrecimientos de "hacerlo más rápido y por otras vías" en las oficinas de Migración), la deshumanización, el racismo, la gente que hace fortunas traficando personas (tenemos un diputado que hizo carrera en ello, y fue a la cárcel), los gobiernos que se hacen de "la vista gorda", los empresarios que se benefician de la ilegalidad y que a la hora en que se ha querido buscar soluciones y orden en el desorden que ellos mismos alimentaron, no solo se niegan a colaborar, sino que lo dificultan.

He visto la mezquindad de muchos y muchas, que con Dios en la boca, no son capaces de dar una carta de trabajo, de pagar el mínimo a sus empleados extranjeros. Y recuerdo también a mi madre, empleada en Venezuela. Era muy niña, pero percibía esa mezquindad. También recuerdo a un padre que trabajaba mucho y que cuando logró arreglar su casa, algunos apelaron a sus prejuicios porque era colombiano y "los colombianos son narcotraficantes".

Emigrar es un dolor, es una huida, es también esperanza. La realidad de emigrar es diversa, compleja. Hay reglas, hay corrupción, hay deshumanización. Y es probable que este expiación sea una manera de tratar de explicarme mucho de lo que he visto, veo hoy y seguiré viendo, no solo en República Dominicana, sino en cada lugar donde he tenido la oportunidad de ir.

Solo espero que en esta lucha por estar, por irse, por volver, por encontrar, por dejar, no siempre saque lo peor de nosotros, que aunque haya que aplicar reglas, estas cuenten con algo de empatia, con la comprensión, con la solidaridad, con la exigencia a nuestros gobiernos de que la corrupción y el uso y abuso de esa gente que huye o que llega, o que se va, no sea la moneda de cambio. Que de alguna manera podamos luchar para que no tengamos que huir, sin esperanzas, del lugar donde la casualidad nos indicó nacer.

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